lunes, 28 de marzo de 2011

CAPITULO 1


El primer capítulo de la novela transcurre en el interior de la basílica del Valle de los Caídos, a lo largo de uno de los pasadizos que comunican el templo con la abadía, separados por casi trescientos peldaños de escaleras que ascienden desde el pasillo que se esconde tras el coro। En uno de los pisos hay una puerta que accede a la cúpula de la nave central, donde puede contemplarse de cerca el espectacular mosaico que la configur. Tuve la ocasión de poder recorrer algunos de estos pasadizos internos que se esconden entre la roca, y creo que, en gran medida, fueron los que me impulsaron a escribir este libro. Pensé que eran ideales para una historia de intriga, en el que el silencio del ambiente monástico y un tema que también veremos (como es el mundo de las profecías), constituyen las columnas principales que sostienen esta novela. El protagonista de este primer capítulo se llama Román, nombre que coincide con el de uno de los monjes que se encuentran en la abadía. Por suerte, Fray Román no me guarda rencor después de saber lo ocurrido con el personaje que lleva su nombre. Menos mal que los rasgos del personaje no coinciden con los suyos, ya que él es bastante más joven y no tiene la obsesión por el Apocalipsis que tiene el protagonista de lo que constituye la introducción a esta historia. Y una vez adelantados algunos de los detalles de los comienzos del libro, os dejo aquí el primer capítulo, que se inicia con una inquietante persecución a través del interior de la basílica, en un momento en el que está escasamente iluminada y las sombras de las capillas laterales ocultan el origen de la trama del libro.

LA TERCERA CRUZ

Año de 1979


“Bienaventurado el que lee y los que oyen las palabras de esta profecía, y guardan las cosas escritas en ella, porque el tiempo está cerca.”

Apocalipsis 1, 3.

CAPITULO 1

La lluvia caía de forma violenta, impulsada por el viento creciente de la noche, que azotaba las contraventanas del monasterio, provocando estremecedores sonidos en las celdas de los monjes. Las luces situadas en línea, atravesando las arcadas que unían la abadía y la hospedería, luchaban por mantener el recinto a salvo de la oscuridad. Aquellos viejos faroles, colocados también en las paredes exteriores de ambos edificios, se balanceaban a uno y otro lado, amenazando con caer al suelo. Pero ni siquiera los chirridos que originaban en su tenebrosa danza eran capaces de interrumpir el sonido constante del agua, en su vertiginosa caída desde un cielo empeñado en descargar toda su furia acumulada durante la tarde.

Se acercaba la época de tormentas y en aquel lugar, por su situación geográfica, eran especialmente fuertes y abundantes. A menudo los monjes eran testigos del azote del temporal, que iluminaba el jardín emplazado en el claustro del monasterio. Los destellantes relámpagos caían en las cercanías del recinto sagrado, y sus rugidos se propagaban entre los gruesos muros que protegían todo el edificio.


No muy lejos de allí, en el interior de la basílica, algo interrumpía la tranquilidad que la soledad de la penumbra imponía todas las noches.

Una sombra se movía con rapidez, avanzando por un pasillo hacia las escaleras que conducían a la nave central. Sus contornos dibujaban la inconfundible silueta de uno de los monjes. El Padre Román corría desesperadamente, sujetando un rosario en su mano derecha. Sus rezos y pensamientos se entremezclaban en una nube de temor y espanto que le envolvían en medio de la oscuridad que lo invadía, interior y exteriormente. Su mirada, débil y perdida, buscaba tras de sí algo que no conseguía ver entre los pasillos y capillas que dejaba a sus espaldas. Sus peores presagios estaban a punto de caer sobre él, como sucedía en sus sueños más recientes, en sus más horribles pesadillas. Estaba seguro de que se avecinaba la tragedia que tanto había temido. Llevaba varios días preparando el camino para resolver por fin el secreto que ponía en peligro a toda la Comunidad. Sabía que sólo podía confiar en una persona, uno de los hermanos con el que había estado hablando la noche anterior y a quien confiaría lo que acababa de encontrar. La verdad debía salir a la luz, debía ser revelada.

Empezó a subir las escaleras, mientras en su interior crecía una sensación de agotamiento que le nublaba la mente.

Dejando atrás los últimos bancos, consiguió llegar hasta el altar mayor, donde se detuvo un instante para recuperar el aliento. Sobre el altar, presidía la nave central de la basílica una gran cruz, cuyo tronco y brazos procedían de dos árboles de madera de enebro, seleccionados por Francisco Franco, que tenía su tumba a tan sólo unos metros, entre el altar y el coro.

El Padre Román contemplaba atemorizado al Cristo sujeto de aquella cruz, buscando el consuelo que su alma atormentada parecía necesitar. Al volver la mirada hacia los pasillos de la basílica que acababa de recorrer sus ojos se fijaron en algo, una figura aparentemente humana que salía de una de las capillas y que, aunque todavía estaba lejos, avanzaba hacia él. Nadie había entrado allí desde que el recinto hubiera sido abandonado por los últimos visitantes, y las puertas de la basílica llevaban varias horas cerradas.

Con la mirada perdida y las piernas entumecidas y temblorosas reemprendió la huida. Avanzó por una de las capillas laterales, la capilla del Santísimo, que conducía a otro corredor oscuro, apenas iluminado por las grandes antorchas situadas a ambos lados, trazando una curva hacia la derecha, rodeando el coro.

El Padre Román se vio atrapado, pues el pasillo moría en unas escaleras que ascendían muchos pisos, comunicando la basílica con el monasterio. Eran más de doscientos peldaños que sus fatigadas piernas no podrían resistir. Su avanzada edad no le permitiría llegar de una sola vez al último nivel. Notaba cómo sus pensamientos se iban ahogando, su mente se apagaba y sus ojos comenzaban a cerrarse: se estaba mareando.

Subió lentamente los primeros escalones, y su temor se acrecentó al oír algo detrás de él. Sea lo que fuere se acercaba cada vez más.

En uno de los pisos había una puerta entreabierta, que conducía a través de un estrecho pasadizo al interior de la cúpula de la basílica, situada a más de veinte metros del suelo. El pasillo llevaba a una pequeña cornisa que sobresalía en la parte interior de la cúpula. La bóveda estaba rodeada por una barandilla que protegía a quienes accedían allí para ver de cerca el mosaico que cubría la cúpula.

Cuando el Padre Román pasaba tambaleándose por el pasadizo escuchó lo que parecía ser un murmullo. Apenas podía entender lo que decía, pues todos sus sentidos comenzaban a desvanecerse. De nuevo volvió a sentir aquella voz, y en esta ocasión pudo distinguir las palabras que arrastraba aquel susurro.

—Es demasiado tarde para huir. Durante todo este tiempo has estado buscándolo. Pero todo ha sido en vano. Has fracasado, y en cuanto el secreto esté en mi poder, ya nunca será desvelado, nadie te creerá. Nunca sabrás la verdad. El tono de aquellas palabras le resultaba familiar, pero se encontraba demasiado débil como para reconocerlo.

—¿Quién eres? Déjame en paz, no conseguirás hacerte con la cruz. Está en un lugar que sólo yo conozco.

—Sí, pero ahora tú me vas a revelar ese lugar, y la maldición desaparecerá para siempre. Sabía que el Padre Abad te lo contaría todo antes de morir, y que tú, al tener una de las llaves, intentarías hacerte con esa cruz lo antes posible. El Padre Antonio era la única persona que conocía su existencia, sabía donde estaba y no la quiso recuperar, ¿adivinas por qué? Ahora tú quieres sacarlo todo a la luz, quieres descubrir nuestro secreto, después de tanto tiempo. Dame la llave y no te haré daño, dime el lugar donde se guarda la cruz y podrás seguir con vida.

—No sé de qué llave me estás hablando.

—Claro que lo sabes. ¿Quieres que te recuerde la historia? Al venir al monasterio al Padre Abad le fueron dadas tres llaves, todas ellas iguales, para abrir una misma caja, escondida en algún lugar de la basílica. Nadie conocía el lugar exacto en el que fue guardada. Ese secreto debía quedar eternamente sellado con su muerte, pero entregó las llaves a tres de los monjes. Tú eres uno de ellos. Y ahora quieres apoderarte de la cruz. Pero no puedo permitírtelo. Vamos, entrégamela, la cruz debe ser destruida.


El Padre Román no conseguía distinguir aquella voz que parecía escuchar de lejos. Su mirada borrosa no lograba encontrar al enemigo que le estaba amenazando. En el estado en que se encontraba no podría llegar muy lejos, sus fuerzas le abandonaban.

En un último intento de escapar aceleró el paso, avanzando ciegamente. Sus manos tanteaban las paredes del estrecho pasillo, intentando orientarse. Giraba la cabeza hacia atrás, pero todo estaba oscuro, al menos para él. Sus pasos se iban haciendo cada vez más pesados y cortos. Sin darse cuenta, había llegado hasta la barandilla de la cúpula, hasta el final, con tan mala suerte que el impulso de su carrera le hizo golpearse contra ella. Sintió cómo se deslizaba hacia el otro lado, sin tiempo para poder agarrarse a alguno de los barrotes que le separaban del vacío. Ya nada podría salvarle de aquel fatídico fin. Tras una caída de más de veinte metros, su cuerpo yacía sin vida cerca del altar donde se había parado unos momentos antes. Una mancha de sangre comenzaba a empapar sus hábitos, llegando hasta su mano derecha, donde aún permanecía el rosario que siempre llevaba a todas partes, y que ahora se encontraba atado a sus dedos.

La tormenta arreciaba en el exterior y durante toda la noche la lluvia siguió empapando el valle. Los demás monjes dormían en sus celdas, ajenos a lo que acababa de suceder, y el cuerpo del Padre Román permaneció allí hasta el día siguiente.

Aquél iba a ser un duro golpe para la Comunidad Benedictina, que todavía no había asumido la muerte de su Abad, una semana antes. El Padre Antonio había sido para los demás monjes mucho más que un hermano o un Padre. Él se había convertido en el primer Abad desde que los Benedictinos habían ocupado el monasterio, poco tiempo después de la construcción de la Basílica y de la creación de todo el maravilloso paisaje que se extendía a su alrededor, presidido ahora, además, por dos edificios situados uno frente a otro: la escolanía que albergaba a los niños cantores elegidos para solemnizar las celebraciones litúrgicas y una hospedería donde tantas veces acudían familiares y amigos de los monjes y de los escolanes. Los benedictinos habían pasado por momentos muy difíciles, hasta el punto de temer el tener que marcharse de allí. Pero el Padre Antonio era un hombre de voluntad firme, con un carácter que le otorgaba un carisma especial. En sus pensamientos no había lugar para la vacilación y la inquebrantable fe que demostraba hacía que quienes le rodeaban confiaran ciegamente en cada una de sus decisiones. Siempre había tenido la solución para todo. Ahora, la ausencia del Padre Antonio provocaba inseguridad entre los monjes. Un ambiente de incertidumbre envolvía a todo el monasterio, expandiendo la inquietud y el temor entre todos sus miembros. Únicamente la escolanía parecía mantenerse un poco al margen. Los niños iban a empezar el curso, y la puerta que les separaba de la Comunidad sería suficiente para que vivieran ajenos a aquella situación.

Sin embargo, la muerte del Padre Román podría dañar considerablemente la moral de los niños.


Los escolanes estaban divididos en dos grupos: los mayores tenían habitación propia, en el piso más alto, mientras que los más pequeños permanecían en un dormitorio común en la planta baja. El Padre Román tenía su habitación en ese dormitorio, pues él era quien se encargaba de los más pequeños. Todas las noches mandaba pronto a los niños a la cama y una vez acostados, dejaba la puerta entreabierta para asegurarse de que ninguno se levantara o hiciera ruido. Después se sentaba junto al escritorio de su habitación y proseguía sus estudios con algún libro de los que guardaba en sus estanterías.

Muy pocos conocían toda su obra y sus libros sobre las profecías de la Biblia, los códigos ocultos, sus interpretaciones y otros temas que le habían hecho ganarse enemigos en ambas partes, creyentes y no creyentes. Pocas personas creían en las palabras de sus escritos y los temas tan delicados que estudiaba le habían causado problemas en más de una ocasión. Afortunadamente, su impopularidad no le había afectado mucho, ya que la vida en el monasterio le permitía gozar de una gran tranquilidad y en muy pocas ocasiones recibía a alguien que quisiera hablar sobre alguno de sus libros. Ahora estaba acabando su última y más polémica obra, un repaso a las profecías del libro de Daniel y el del Apocalipsis, ambos incluidos en la Biblia, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, respectivamente. Después de largas horas de investigación y de consultas a otros expertos sobre la interpretación de los símbolos de la Biblia, estaba a punto de llegar a una conclusión, justificada a través de los números y del lenguaje que él creía haber descifrado. “Los últimos días de la humanidad” estaba casi lista para salir a la luz. Sabía que aquellas páginas no iban a gustar a nadie, por lo que las guardaba en lugar secreto, hasta que llegara la hora de publicarlas. Creía que debía seguir adelante a pesar de las dificultades que le iban surgiendo. Consideraba su libro como una advertencia de que el mundo llegaba a su fin, las profecías de la Biblia estaban a punto de cumplirse. Había estado todo el verano ultimando su obra, antes de que los escolanes comenzaran el curso y le quedara menos tiempo libre. Se acercaba el mes de Septiembre y las clases empezarían en unos días.

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